José José es un náufrago que sonríe aliviado: está vivo.
La vida fue una tempestad, pero en Miami —último refugio del que fue quizá el cantante más prodigioso de México en los ’70 y ‘80— ha alcanzado tierra firme. Pronto cumplirá medio siglo de una carrera que, devastada por un alcoholismo de tres décadas, lucha por salvar. Su voz, áspera y cavernosa, no es ni vestigio de la que conmovió al continente. Pero hoy, 2011, adora su presente con su esposa Sara Salazar, la única mujer que, dice, no lo ha usado.
—¿Cómo vive hoy José José?
—Inmerso en la noche, como Frank Sinatra: en la madrugada estudio metafísica, leo, hago oraciones, escucho jazz y música clásica. Me acuesto a las 6 am y me levanto a las 2 pm para ir al súper, por mi hija a la escuela, ayudar en casa, ensayar. Soy completamente feliz al lado de mi esposa Sarita, sus hijas Celine y Monique, y de nuestra hija Sarita.
—¿Qué siente cuando oye la gran voz que tenía hace 30 años?
—Es hermoso ver esa capacidad. Ahora tengo muchos problemas para subir al escenario: tomo un tratamiento de ventilación y desinflamación un día antes para dotar de calidad a mi garganta, que se recupera a pasos agigantados.
—¿Por qué aún canta?
—Es mi modus vivendi.
—Muchos critican que todavía cante.
—¿Por qué me critican? Nadie canta igual que al principio, es lógico. Sigo trabajando y con calidad. De no ser así me retiraría.
—Elija el recuerdo más vivo de su infancia en la colonia Clavería.
—Ser hijo de cantantes de ópera (Margarita Ortiz y José Sosa) nos marcó a mí y a mi hermano Gonzalo, tres años menor: íbamos a que ensayaran en Bellas Artes y muchos artistas ensayaban en casa. Una ironía: mi papá rechazaba que nos dedicáramos a la música por lo difícil de sobrevivir. Pero él nos marcó al oír todo el santo día ópera y música clásica en la XELA (AM 830, “Buena música desde la Ciudad de México”).
El pequeño alumno José Rómulo Sosa Ortiz había sido elegido por los maestros del Instituto Estado de México de la colonia Clavería para cantar el himno cada lunes en el patio frente a sus compañeros de Primaria: era evidente que poseía una voz fantástica. Pero su padre alternaba con María Callas, Giuseppe Di Stefano o Nicola Rossi-Lemeni en la Temporada Internacional de Bellas Artes: el célebre tenor no toleraba que su hijo quisiera oír a Chubby Checker o Elvis Presley, que entonces fundaban el twist y el rock and roll. Y se lo prohibía. Como pudo, su hijo se rebeló: a escondidas, en la casa de la calle Tebas 32, el adolescente ponía en el tornamesa una y otra vez la canción “Cien años”, para escuchar (y estudiar involuntariamente) la interpretación que de ese tema hacía Pedro Infante. Y después, sacó provecho de un regalo de su amigo del barrio Leo Villalobos: un acetato del popular Johnny Mathis. Aquel LP doble de 1964, “Los grandes años”, le cambió la vida.
—¿Por qué ese disco fue tan importante?
—Lo aprendí por completo con la dificultad de la respiración y las notas largas. Me reveló mi capacidad para cantar. Luego, con los estilos de mi maestro “Pepe” Jara y Barbra Streisand, pude crear un estilo propio.
—¿Cómo era ese padre que lo marcó?
—Un hombre adusto fuera de serie: hablaba cuatro idiomas, gran lector, culto, aprendía óperas completas con todos los papeles. Pintaba, pirogrababa, sabía electrónica y plomería. Y todo lo hacía bien. Aunque él lo esperaba, nosotros no teníamos su misma habilidad.
En Miami, “El Príncipe” ha sido adoptado por la comunidad cubana, que lo venera desde 1970 cuando les cantó por primera vez. Prepara su disco 31 y, ya sin pesadumbre, extraña México. Sobre todo por José Joel y Marysol, hijos de su matrimonio con Ana Elena Noreña (“Anel”). Y extraña por la comida. En la época del éxito frenético, después de su espectáculo iba a la taquería El Califa de León, en Ribera de San Cosme, con su equipo de siempre: Anel, su cuñado Manuel y “Jorgito”, un asistente. “Lo primero que hago cuando regreso es comer en los lugares de mi época: San Cosme, el Arroyo, Los Panchos —dice el capitalino de 62 años—. Añoro el menudo, los tacos de cabeza, los mariscos”.
—¿Cómo ve a su país?
—Es inadmisible lo que sucede (la violencia) por culpa de los gobiernos anteriores. Y que en un país tan rico, los ricos nunca hayan compartido su riqueza. Eso es lo más lamentable.
—¿Cómo era esa vida de fama estruendosa?
—Era difícil, amargamente lo digo, disfrutar lo ganado: la casa, los coches… Era trabajo-trabajo-trabajo. En los ‘80 ya sólo tenía tiempo para trabajar: trabajé 25 años seguidos todos los días de la semana. Y menos había tiempo para amigos. Lo último que recuerdo fue a fines de los ’60: hacíamos reuniones y mi querido “Pepe” Jara, que tanto admiré, llegaba y decía: “Voy a cantarles mil pesos. De a centavo la canción”. Ahí nos estábamos oyéndolo 15 días. ¡Dios mío! 15 días.
Su inflexible padre que le torció hasta el gusto musical para que mantuviera su concepto de rectitud, abandonó a su esposa Margarita —casi una década mayor que él— y a sus dos hijos un día de 1963. Enamorado de la soprano Laura Manterola se mudó a Tampico, donde tuvo dos varones más: José Octavio (hoy historiador musical) y Héctor (actualmente contratenor).
—¿Cómo le impacto el abandono?
—Mi papá ya no quería vivir con nosotros: había formado otra familia con una mujer más joven. El día que a las 4 pm se fue de casa, con unos amigos fui en la noche a comprar una anforita de Ron Batey. Tenía 15 años. Desde que tuve uso de razón vi beber a mi padre.
—Pero ahí se liberó su carrera musical…
—Mi mamá era súper protectora, espiritual. Mi papá se fue y no tuve más que ayudarla. Por mi primera serenata me pagaron 10 pesos. Se los di y los puso en un cuadrito. Pero un día que se me hacia tarde para llegar al (centro nocturno) El Señorial, agarré esos 10 pesos para irme en taxi.
—¿Volvió a ver a su papá?
—Ya sólo en Tampico, cuando fuimos porque estaba grave. Era lamentable: por su abdomen gigantesco lo sentaban entre tres enfermeras. Me impactó verlo destrozado por el alcohol. Un día, en ’68, sufrió un paro por cirrosis. Lo volvimos a ver en su sepelio.
A José le urgía aportar dinero a la casa: recibió unos pesos como obrero litográfico, oficio en el que procesó las tapas de los LP del español Raphael, de Discos Gamma. En busca de su otra ilusión, ser piloto, cursó dos años de Mecánica de Aviación. Y vino el primer golpe amoroso: “Una novia de la Del Valle me dejó y sentí un gran vacío en mi alma. Entendí que las canciones que cantaba desde ’63 contaban mi historia. Me decía, “¿Cómo le hacen Manzanero, Álvaro Carrillo, para cantar lo que siento?, ¿me están espiando?” Había descubierto que nací para cantarle al amor”.
—¿Tuvo su vida una misión?
—Antes, cantar al amor. Hoy, además, llevar el mensaje de Alcohólicos Anónimos a los jóvenes, para prevenirlos de paraísos artificiales. Tengo la responsabilidad de repartir la luz que recibo de Dios.
El Señorial, en la esquina de Hamburgo y Florencia, traía a músicos legendarios como Nat King Kole y Debbie Reynolds. Ahí —junto a sus amigos Gilberto Sánchez y Enrique Herrera—, José debutó como cantante y contrabajista con el grupo de jazz Los PEG, a mediados de los ‘60: “Fue maravilloso. Empecé a ganar muy buen dinero, me compré mi coche último modelo, mis instrumentos Fender y saqué de trabajar a mi mamá, bendito sea Dios, que tenía su Súper Cocina”.
Pero el batacazo comercial llegó hasta ’74. Su amigo Paul Anka le cedió el tema “Let Me Get To Know You”, que un José delgado y de melena ondulada cantó como “Déjame conocerte”. Desde entonces, y hasta hoy, José José sonó en la radio. Por los triunfos de los ‘70 se dio el lujo de un hermoso Ford Galaxie 500 1974, recorrió Iberoamérica en giras y lo contrató Ariola, la discográfica de la producción más vendida de su carrera, “Secretos”, de 1984. El PRI, presuroso, ya lo consentía.
—¿Cómo fue su relación con el poder?
—Me llamaban. Doña Carmen Romano (esposa de José López Portillo) fue gentilísima conmigo: le encantaba que le cantara “Feelings”, de Morris Albert, y me invitaba con mi espectáculo a eventos del DIF. Para su esposo canté en una reunión de sindicalistas petroleros en Tampico. Me presenté en Los Pinos para los señores licenciados (Gustavo) Díaz Ordaz y (Luis) Echeverría. Al único que no tuve el gusto de cantarle es al señor presidente actual (Felipe Calderón). Pero le canté a su señora esposa (en 2009) en el show de Yanni.
—¿Qué papel jugó en su carrera Raúl Velasco?
—A mi padrino lo adoré. Me tuvo consideraciones especialísimas por mi enfermedad. Me cuidaba para que apareciera bien en los programas.
Al divorciarse de Anel en 1991, tuvo una crisis alcohólica. Decidió buscar una salida en el Addiction Medical Discovery Team de la Universidad de Minnesota. “Contando mi vida, le dije a un instructor que mi papá murió de alcoholismo a los 45 años. Y me preguntó: ‘¿Qué edad tienes?’. ‘45’, le dije. Y respondió: “Haces lo mismo que tu padre”. Por eso nunca olvido aquel slogan: “Si tomas frente a tus hijos, lo harán igual que tú”.
—¿Hay algún día de esa vorágine que nunca olvidará?
—En el ’94 me la pasé despidiéndome de los escenarios: siempre estaba intoxicado y la gente lo sabía. Un día al entrar a un palenque, no sé ni dónde, me disculpé por mi mal estado y empecé a llorar. Alguien gritó de las alturas: “Venimos a compartir contigo. Canta”. Canté, y bien. Mi gente me apoyó hasta en lo más aciago de mi vida.
—¿Cómo fue en su vida el amor?
—Ha sido difícil aprender a amar. Sarita Salazar, mi esposa, es la única persona a la que le he dicho: “¿Quieres ser mi novia?” Las demás me escogieron a mí. No tenía la capacidad de elegir: he sido muy tímido para con la mujer. Sarita es la única con quien que he tenido una convivencia basada en el amor. Salvo ella, todas con quienes intimé me usaron.
—¿Es gavilán o paloma?
—Siempre he sido paloma, no gavilán.
—¿Qué canciones lo definen?
—Las que me hicieron ser mi propio biógrafo: “Pero te extraño”, “La nave del olvido”, “El triste” y “No es a mí”.
—¿Qué le falta por hacer?
—Elevar las carreras de “Pepe”, Marysol y Sarita a donde les corresponde estar por herencia y talento. Pero he sido un hombre afortunado: me equivoqué y recapacité. Con una lucha sin cuartel de años he logrado vencer la enfermedad: llevo 18 años de una maravillosa sobriedad.
—Qué paradoja: hizo feliz a tantos y vivió con tanto dolor.
—Retraté mi historia en canciones. El día que entregue a mis hijos la colección de todo lo que grabé, les diré: “Aquí, con música, está mi vida”. EP
Entrevistada publicada originalmente por el autor en la versión impresa de la revista Quién en abril de 2012.